jueves, 5 de diciembre de 2013

El cuarto de las ratas

Este es un ejercicio del curso de escritura que estoy haciendo en este momento.
 
 
        Víctor estaba a punto de echarse a llorar, pero no lo haría delante de Juan.  Llegaron al patio y Juan abrió la puerta del cuarto de las ratas. Desde que vivían en casa de Juan, siempre le había amenazado con meterle allí si se portaba mal. Alguna vez había querido asomarse y ver qué había detrás de esa puerta que cerraba el hueco de las escaleras. Intentaba imaginarse que había más escaleras que llevaban a un pasadizo secreto desde el que se llegaba a un laberinto en el que podía encontrarse un tesoro o, quizás, había una puerta para viajar al pasado y convertirse en un pirata. Pero no se había atrevido nunca a hacerlo, porque le daba miedo pensar en las ratas que daban nombre al cuarto. A ellas se las imaginaba grandes, con una cola larga y gruesa y unos dientes listos para devorarlo.
 
     Juan puso la palma de la mano sobre la espalda del pequeño y trató de hacerlo entrar. Víctor clavó sus pies al suelo para no moverse:
 
—¡Te he dicho que entres! —le dio un fuerte empujón.
 
Víctor entró a trompicones en el cuartucho y Juan cerró la puerta. Se oyó el chirrido del pestillo cuando Juan lo echó. El cuarto estaba oscuro. Víctor cerró los ojos con fuerza y se mordió el labio inferior. Escuchó los pasos de Juan por encima de su cabeza. Notó que le caía encima algo, serrín de las viejas escaleras de madera. Volvió a abrir los ojos y se echó a llorar. Sintió las lágrimas cayéndole, calientes y gruesas, por los mofletes. Se pasó la mano para secárselas. El cuarto olía a tierra húmeda. Oyó que el volumen de la televisión subía, seguramente Juan así tenía excusa, diría que no había oído que le llamaba. No podía dejar de llorar, él no había hecho nada, no era culpa suya que lloviera al salir del cole y se mojara. ¿Por qué le castigaba? Y su madre se pondría triste con él porque bien claro le había dejado que no hiciera enfadar a Juan, que ella le quería mucho y que si no se llevaban bien, le daría mucha pena.
 
Imagen tomada de www.sos-mama.com
         Poco a poco sus ojos se fueron acostumbrando a la poca luz que entraba por la gatera recortada en la puerta. Aún así, no conseguía distinguir nada con los ojos llenos de lágrimas. Volvió a frotarse bien, hasta que se secó del todo los ojos, y empezó a fijarse en lo que había en el cuarto de las ratas. A parte de la madera de las escaleras que hacían de techo cada vez más bajo, en la pared había varios clavos de los que colgaban algunas herramientas: punzones, destornilladores, una guadaña de mango corto,… que Víctor no había visto nunca. En el suelo, casi al fondo del cuarto, había varios sacos de arpillera apilados medio llenos y cerrados con trozos de cuerda. Fue a acercarse a ellos cuando sintió en su cara el roce de algo: ¡una telaraña! Se le escapó un grito y empezó a pasarse las manos por la cara y el pelo insistentemente para quitarse los restos. Se esforzó por ver mejor, por si la araña estaba por ahí, pero no vio nada. Con una mano por delante, barriendo el espacio que tenía ante sí, y medio agachado, Víctor volvió a ir hacia los sacos: ¿qué tendría guardado ahí Juan? Arrastraba los pies por si había alguna cosa tirada en el suelo. De repente, tropezó con algo que se movió un poco más allá, al recibir la leve patada. Víctor se agachó y lo tomó. Se lo acercó para verlo bien. Era un cepo para ratones. Había uno atrapado. De la impresión, soltó la trampa con asco y se cayó hacia atrás, se quedó sentado. Fue a apoyar las manos en el suelo para levantarse, cuando noto algo. Palpó, era una argolla.
 
        Se arrodilló para mirarla mejor. Estaba medio enterrada. Rascó con las uñas la tierra y el polvo que se habían acumulado a lo largo del tiempo en el surco. Intentó varias veces levantarla, pero iba dura. Arañó un poco más el suelo, volvió a tirar de la argolla y, por fin, consiguió sacarla del surco. Palpó alrededor para saber a qué estaba enganchada la anilla. Era una trampilla de madera, una puerta incrustada en el suelo. Se acordó de las herramientas que Juan tenía colgadas en la pared. Cogió una larga y puntiaguda y rascó todo el borde de la trampilla. Después usó otro un poco más grueso para hacer palanca, ya que primero había querido hacerlo tirando de la anilla. La puerta se movió. Sacando toda la fuerza que tenía, consiguió levantarla.
 
        Una corriente de aire frío y húmedo subió desde el agujero oscuro que acababa de quedar a la vista. Víctor se quedó sin respiración: ¡la entrada del laberinto! Se levantó y se dio un golpe en la cabeza, porque allí no había suficiente altura. Se pusó la mano donde se acababa de golpear y levantó el pie derecho con intención de empezar a bajar. Pero, frenó, quizás era mejor comprobar primero que había escalera con la mano. ¿Y si al meter la mano, algo le cogía y lo arrastraba dentro? ¿Y si era un pozo? ¿Y si Juan tenía allí metidos a otros niños que se habían portado mal antes que él? Con cuidado, tapó el agujero de nuevo, no diría nada a nadie y decidió que a la primera ocasión que tuviera, entraría allí y, con una linterna, se asomaría de nuevo al agujero.

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