Este es el relato que presenté al 16º Concurso Literario "Relats de Dones" que organizan el Servei d'Informació i Atenció a les Dones y el Consell Municipal de les Dones del Ayuntamiento de Tarragona dentro de las celebraciones del Día Internacional de la Mujer. La entrega de premios ha sido hoy, martes 08 de marzo, y "No t'oblidis de regar les plantes" (No te olvides de regar las plantas") ha ganado el tercer premio. Este año no estaba tan nerviosa como el pasado y hasta me he atrevido a leerlo yo misma delante de todos. Además me he portado mejor y he presentado un relato menos puñetero.
NO TE OLVIDES DE REGAR LAS PLANTAS.
Catalina
acababa de irse. Hacía ya un año y medio que venía. Era muy educada y hablaba
poco, sería porque no hablaba el español muy bien. Ayudaba a Jaume a vestir a
Roser, hacía las faenas de casa y hacía de comer.
—Mira,
Roser, Catalina ha preparado unas verduras y un poco de pollo, ¿querrás? —le
preguntó Jaume.
—No me
gusta, ¡no quiero! —y Roser se cruzó de brazos enfadada.
—Pues
no te daré ninguna chuchería. Tú misma —y suspiró.
Jaume
puso la mesa mientras Roser veía los dibujos. Luego, empujó la silla de ruedas
hasta la cocina. Roser comió cuatro cucharadas de menestra y un trozo de
pechuga empanada y, de postre, medio flan. El resto lo chafó con la cucharilla.
Hacía dos días que Jaume no se sentía capaz de tragar nada.
—¿Qué
te apetece más, Roser, un chupa-chups o una gominola?
—¡Una
gominola, un osito! —empezó a aplaudir.
—Vale,
¿lo quieres amarillo o verde? —le ofreció dos que tenía en la mano.
—¡Este,
este! —dijo Roser señalando uno que estaba en el fondo de la bolsa— Y tú, no te
comas ninguna gominola, que son todas mías.
—No, mujer, tranquila.
Guardó
la bolsa y después volvió a dejar a Roser delante de la televisión y, cuando tuvo
la cocina recogida, fue a la sala y cogió el álbum.
—Mira,
Roser, ¿quién es ésta? —le preguntó señalando una foto.
—Madre.
—No,
eres tú, cuando llegaste del pueblo a Tarragona.
Roser
le sonrió como si le estuvieran hablando en una lengua extranjera y no
entendiera ni una palabra.
—¿Y éste?
—Éste
eres tú.
—Muy
bien, Roser, y ¿quién soy yo? Tu...
—Mi...
—cerró los ojos como haciendo fuerza para recordar mejor— Mi hermano, Pau.
—No,
mujer, no, soy tu marido, Jaume.
—¡Que
no! —rió—, que eres mi hermano. Yo aún no me he casado.
—Y
estos son Anna y Albert, nuestros hijos —era una foto de los dos en bañador cuando
eran pequeños.
Roser
lo miró con los ojos muy abiertos.
—¡Qué
niños tan guapos! Lástima que no tengan dinero para vestirse.
—Y
ahora son así. Míralos qué majos.
—Estos
señores —dijo señalándolos con el índice— vinieron una vez a mi casa —puso su
mano en el antebrazo de Jaume y añadió en voz baja— y eran muy pesado, querían
darme besos y no me gustaba.
Antes
de que Roser empezara a olvidarse de todo, hacía ya más de cuatro años, Anna y Albert
venían a menudo a casa con los niños y las parejas. Roser cocinaba y siempre
hacía de más para que sobrara y poder ponerles un tuper. Pero ahora sólo venían
de vez en cuando. Anna encargaba la comida, que no querían dar trabajo. Y,
aunque no la daban, tampoco la quitaban. Todos tenían mucho trabajo y tenían
que cuidar a los niños. A Jaume le sabía fatal no poder ayudarles con los
nietos, como hacían antes. Pero ellos tampoco estaban disponibles nunca cuando
les llamaba. Por eso había ido solo al médico dos días antes y Roser se había
quedado con la vecina.
—Y
estos son nuestros nietos: Eva y Oriol de Anna y Biel de Albert.
—No
quiero ser amiga de esta niña nunca más —señaló a Eva en la foto—, es mala, me
ha quitado mi muñeca y no quiere devolvérmela.
—Eso
no es verdad —le riñó.
—Sí
que lo es —y movió la cabeza de abajo a arriba—. Pau, ¿puedes traerme el
costurero? Si no me espabilo, llegará la boda y no tendré el ajuar listo.
Jaume
guardó el álbum y le llevó el costurero. Dentro había de todo: hilo, tijeras,
agujas… todo de juguete. Roser empezó a coser, cantaba en voz baja, como cuando
los niños eran pequeños y los dormía acunándolos. Jaume le acarició la mejilla
y ella le sonrió.
Jaume se sentó en el sofá, cerca de Roser. Cerró
los ojos. Y dos lágrimas resbalaron por sus mejillas. Le vino a la mente la visita
con el médico.
—Y
este tumor… ¿es muy grande?
—Pues
no lo sabemos, por eso hay que operar. Pero es mejor que vuelva con sus hijos o
algún pariente otro día y yo les explicaré todo.
Como
había hecho un cursillo de Internet en el hogar del jubilado, miró cuánta gente
sobrevivía al cáncer de pulmón. No mucha. Qué mala suerte. Ya se lo decía
Roser, que no fumara tanto. Y ahora, ¿cómo se las apañarían? ¿Cómo cuidaría de
Roser si alguno tendría que cuidarlo a él? ¿Y si no salía de la operación? Anna
y Albert tendrían que ayudarles, ellos, siempre tan ocupados. No quería ser una
carga.
Todavía
estuvo un rato allí. Luego suspiró, se levantó y fue a la habitación. En la libreta
de ahorro había sólo ciento doce euros y estaban a día diecisiete. “Las pesetas
cundían más, ¡joder!”. Se le escapaban las lágrimas. Fue a la cocina y cogió
una banqueta que llevó al balcón y empujó hasta que tocó con la barandilla. Entonces
miró las plantas. No hacía muchos días que las había regado. Aún así, buscó la
regadera, volvió a la cocina y abrió el grifo. Las plantas de Roser siempre
fueron la envidia del vecindario. La primera vez que se fue con los niños a
veranear al pueblo le dijo: “No te olvides de regar las plantas”. Pero no se
acordó y se secaron todas. Cuando Roser se enteró, se puso... Jaume no volvió a
olvidarse nunca más de regarlas. Cuando la regadera se llenó, salió y regó
todas.
Cuando
acabó, entró y se acercó a Roser.
—Te
quiero mucho —y le dio un beso en la frente.
—Pau,
¿puedes llevarle tú la merienda a padre que yo tengo que terminar esta sábana?
—No te
preocupes, yo me encargo.
—Gracias
—lo agarró de la mano para que no se fuera—. Yo también te quiero.
Jaume
empezó a llorar.
—No llores,
hijo mío, que los Reyes ya te traerán otro coche.
—Tienes
razón —se secó las lágrimas.
Le
dio otro beso y salió al balcón. Apoyó las manos en la barandilla y suspiró
profundamente. De nuevo se le llenaron los ojos de lágrimas. “Se llevaran a
Roser a un sitio en el que la cuidarán y donde habrá alguien que riegue las
plantas para que estén siempre preciosas, como a ella le gusta”, pensó. Subió a
la banqueta y saltó.