Hoy he recibido el libro LA MANCHA MÍNIMA, ANTOLOGÍA DE LITERATURA BREVE, el libro decimotercero de los alumnos (y no sé si este año también hay profesores) de la Escuela de Escritores en el que otra vez me he atrevido a participar. Este año el prólogo es de Julio Espinosa Guerra, director de la Escuela de Escritores de Zaragoza y podéis leerlo aquí. Entre los relatos de 219 autores está el mío, EL METRO. Y, cosa la mar de curiosa, los relatos están ordenados alfabéticamente pero no por el apellido del autor, sino por el nombre. ¡Oh, cielos, el mío ocupa el puesto 218! EL METRO lo escribí (con otro título) en 2015 para un concurso de relatos eróticos y era bastante más largo. Esa versión larga fue seleccionada para publicarse, pero al final todo se fue al traste y aquel libro nunca vio la luz. Así que extraje una parte de aquel relato y la ajusté a la longitud que permite la publicación en el Libro de la Escuela de Escritores. ¿De qué recodo de mi imaginación sale este relato? Bueno, me lo guardo para mí, pero digamos que señores de estos, haberlos, haylos...
El metro
Yolanda Gil Jaca
Tarragona, España
A todos mis profesores,
por haber dejado su huella en mí y
por ser mis guías en esta travesía.
Una mañana, por casualidad, descubrí
en el metro que podía obtener un poco de placer gratis. Eran las ocho menos
cuarto de la mañana, hora punta de entrada en las oficinas y en las clases. No
suelo madrugar tanto, pero aquel día tenía que echarle una mano a mi hija
pequeña. Empezaba con obras en la cocina y me había pedido que estuviera en
casa para que los paletas estuvieran
a lo que tenían que estar. Así que, cuando llegó el convoy, me sujeté el
sombrero con una mano y aferré el bastón con la otra y entré en el vagón,
empujado por la avalancha de gente que había esperado conmigo en el andén. Nos
apretujamos como pudimos porque ya venía bastante concurrido y, cuando los
pitidos de las puertas avisaron de que se cerraban, aún entraron varias
personas a toda prisa. Entre aquella maraña de brazos que intentaban sujetarse
a alguna barra y de piernas semiabiertas que trataban de guardar el equilibrio
fue donde se abrió la caja de Pandora.
Después de los primeros codazos suaves
la gente quedó encajada en el vagón, los cuerpos se tocaban lo justo para que
todos estuviéramos conformes. El recorrido del metro llegó a la primera curva y
fue entonces cuando el cuerpo de la chica que tenía delante se apoyó por entero
en el mío. Mi primera reacción fue apartarme, más por educación que por
incomodidad. Pero el olor a vainilla de su champú o de su perfume, quién sabe,
se me metió en la nariz cuando ella se movió para agarrarse mejor y despertó
algo en mí que creía olvidado. En lugar de apartarme, me pegué más a ella, con
suavidad. Ella solo movía la cabeza al ritmo de la música que iba escuchando,
pero no se alejó de mí. Ni tampoco se volvió para decirme nada o echarme una
mirada de desaprobación. Su reacción, o la falta de ella, me dio alas. Noté que
me estaba empalmando. Doblé un poco las rodillas y al estirar de nuevo las
piernas rocé con mi verga su trasero. Ella siguió sin moverse. Miré a mi alrededor.
Cada cual iba a lo suyo. Una nueva flexión de rodillas y otra vez me restregué
contra sus nalgas. Ella, impasible, la cabeza arriba y abajo al ritmo de la
música, y yo con una erección que abultaba mis pantalones. Tenté a la suerte y
volví a frotarme con ella, esta vez mi rabo se paseó entre sus muslos hasta que
se topó con su trasero. Entonces el metro frenó con su brusquedad habitual.
Ella se volvió, yo giré la cabeza en sentido contrario y oculté el rostro con
el ala de mi sombrero. La chica bajó en esa parada sin decirme ni pío. Buena
parte de los pasajeros también se bajó allí y quedaron algunos asientos libres.
Me senté en uno y me quité el sombrero. Lo coloqué sobre mis partes.
Esa noche, en casa, recordando ese
momento, me masturbé.
Al día siguiente, de camino a casa de
mi hija de nuevo, me situé en otra zona del andén. No sabía si aquella chica se
había subido en la misma parada que yo o ya venía en el vagón, pero no quería
coincidir con ella. Llegó el metro y entré. Eché una rápida ojeada a los
pasajeros que me rodeaban, todos varones. El resto del día tuve una ligera
sensación de decepción.
El tercer día de las obras en casa de
mi hija volví a tomar el metro en la misma parada atestada de empleados y
estudiantes. Después de algunos empujones y codazos, el convoy salió de la
estación. Delante de mí había una chica. Su pelo olía a rosas. Otra vez un olor
que destacaba entre el resto y que me encendía. Llegamos a la primera curva y
mi cuerpo y el de la chica se juntaron. Sentí la tensión en mis partes. Miré a
la derecha, hacia la ventana, mi sombrero, mi frente y mis ojos se reflejaban
en el cristal por encima de otras cabezas. «¡Vamos, prueba otra vez!», me
pareció que me ordenaban los ojos de mi imagen especular. Obediente, doblé las
rodillas lo suficiente para que al estirarlas mi verga empalmada se frotara con
el trasero de la chica, que, incómoda, se apartó un poco. Fuera de mí, en la
siguiente curva aproveché para restregarme otra vez. Entonces ella intentó
separarse de mí otra vez y volvió la cabeza:
—¡Oye! —empezó a decir alterada, pero,
al verme, continuó más educada—. Tenga cuidado, señor.
—Perdone, señorita. —Simulé estar muy
apurado, levanté la mano en la que llevaba el bastón y la moví señalando el
gentío—. Hay tanta gente que…
Ella miró la empuñadura de mi bastón
y, de repente, se puso roja como un tomate.
—No pasa nada, es normal —sonrió un
poco y se dio la vuelta.
En la siguiente parada el vagón quedó
bastante vacío. Busqué un asiento libre y, entre divertido y excitado, oculté
mi erección bajo el sombrero.
A partir de aquel día se convirtió en
un juego para mí. En una especie de reto contra mí mismo. Buscar una chica,
empalmarme y frotarme cuanto más tiempo mejor, hasta que ella se bajara del
vagón o me dijera algo y yo pudiera usar la excusa de la empuñadura del bastón.
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