Había abierto los ojos,
pero la claridad me obligó a cerrarlos. Me los tapé con la mano y fui
entreabriéndolos hasta acostumbrarme a la luz. Me dolía mucho la cabeza. Me la
agarré con las dos manos. Luego me la froté y, al llegar a la nuca, noté una
especie de grano, del tamaño de un garbanzo. Me incorporé como pude en la cama.
Aquella no era mi habitación. Me asusté. Las paredes eran plateadas, paneles
lisos unidos por perfiles de metal con remaches, sin ventanas, sólo había una
puerta. Llamé otra vez:
—¿Mamá?
Tampoco obtuve
respuesta. Tenía diez años y, la verdad, nunca había pasado la noche fuera de
casa. Me preocupé. Hasta que oí unos pasos detrás de la puerta. Me puse en pie
de un brinco para pedir ayuda a quien estuviera al otro lado, pero, antes de llegar,
la puerta se abrió y apareció una hormiga casi tan alta como yo. Corrí
horrorizado y gritando hacia el otro lado de la habitación. Quise trepar por la
pared, pero no había dónde agarrarse. Lloré. Pensé que era el fin. Miré de
reojo a la hormiga. No se había movido de la puerta, me miraba impasible, sólo
movía las antenas lentamente. Cuando dejé de gritar, me habló:
—Cálmese, por favor —dijo
con tono suave—. No se preocupe, Dios Rubén.
Sabe mi nombre y me
llama Dios. No puede ser. Una hormiga que me habla y que es tan grande como yo.
O yo tan pequeño como ella. Esté claro: es una pesadilla y en nada, me
despierto. Me pellizqué el brazo. Sólo conseguí hacerme daño.
—Soy el coronel Micrón,
si es tan amable de acompañarme —giró sobre sí misma y echó a andar por el
pasillo.
Pensé en no moverme de
allí, pero quizás fuese la única oportunidad de salir de esa habitación, así
que la seguí. Sentí el frío del suelo en los pies, iba descalzo. Me los miré y
no los reconocí, eran grandes. Igual que mis manos y mis brazos llenos de
vello. Me toqué la barbilla y descubrí que tenía barba. Caminamos por una serie
de pasadizos, todos con las paredes como las de la habitación, sin ventanas,
iluminados con la misma luz blanquecina e intensa.
Llegamos a una gran
sala donde más hormigas hablaban alrededor de una mesa. Al entrar nosotros,
guardaron silencio e inclinaron la cabeza a mi paso. El coronel Micrón me
indicó una especie de trono, situado en lo alto de una escalinata, para que me
sentara. Obedecí. Ninguna habló, parecía que esperábamos a alguien más. Por
fin, una puerta a la derecha de la escalinata se abrió y apareció otra hormiga,
aún más grande que las demás. Despiértate ya, Rubén, despiértate ya.
—Majestad —le dijo el coronel
mientras se retiraba a una esquina de la sala.
Las otras hormigas
hicieron una genuflexión. Yo, agarrado a los reposabrazos del trono, era
incapaz de moverme. La hormiga grande se paró delante de mí.
—Dios Rubén, nos alegra
que por fin haya despertado. Es un honor tenerlo con nosotros —inclinó la
cabeza—. Soy la reina de la colonia, la Reina Nórvix. Deseamos ponerle al día
de la situación actual.
Asentí. Primero para
saber dónde estaba y por qué. Segundo, por miedo a que me atacaran si me negaba.
La reina se sentó en otro trono que había en la parte opuesta de la mesa.
—General Velton, por
favor, proceda.
Una de las hormigas se
levantó, vino hasta el pie de la escalinata y con un mando descolgó del techo
una pantalla.
—Dios Rubén, le ruego
que escuche atentamente mi explicación. Cualquier duda que le surja, plantéela
al final de la misma.
Bien. Como si tuviera
otra posibilidad.
—Nos encontramos en la
Cámara del Consejo de la Colonia 54281XE —dijo y en la pantalla empezaron a
sucederse diapositivas—. La misma se ha desarrollado gracias a su importante
aportación de alimentos. Su entrega diaria de lo que llamaba quesito propició el desarrollo de
nuestro cuerpo militar.
Como el destello de un
relámpago me llegó la imagen de mi madre insistiéndome en el parque cada tarde:
—Rubén, toma los
quesitos, que ya sabes que tienen mucho calcio. Te harás grande y con los
huesos fuertes.
Lo mismo cada día desde
que tengo uso de razón. Ella no sabía que aquella masa densa, pastosa, no me
gustaba. Me daban náuseas cada vez que la tenía en la boca, pegándose en cada
recoveco de mis dientes. Si le decía que no me gustaba, seguro que me
castigaba. Así que los cogía, me iba a jugar y los tiraba por ahí. Hasta que un
día vi un hormiguero y se me ocurrió poner los dos quesitos junto a la boca del
mismo. Las hormigas se arremolinaron encima. Al día siguiente no quedaba nada
de los de la víspera y les dejé los que acababa de darme mi madre. Estuve
dejando cada tarde los dichosos quesitos durante años. Mi madre les tenía una fe
ciega. ¡Ayer mismo dejé dos!
—Poco a poco —continuó
Velton—, cruzando los miembros del cuerpo militar con la Reina, que también se
alimentaba con el quesito, se
desarrolló una raza superior, más grande, más fuerte y con un exoesqueleto más
duro.
Sí, hombre, ahora resulta
que va a tener razón mi madre, ¡no te digo! Casi se me escapó la risa.
—Al exterior
continuamos enviando las hormigas de tamaño arcaico para no levantar sospechas.
Pero la nueva dimensión que adquirieron los miembros de la colonia precisaba
galerías y cámaras más amplias. Por ello se ha hecho necesario expandirla y se tomó
la decisión de salir a la superficie.
—Gracias, general
Velton —interrumpió la Reina—. Continuaré yo.
El general se sentó y
la Reina se acercó a la escalinata.
—Hace tres semanas nos
organizamos para ocupar la superficie. En primer lugar fuimos a buscarle para
ponerle a salvo. Era muy probable que el ejército de su especie llegara a la
conclusión de que usted nos había ayudado a desarrollarnos y pensamos que su
primer objetivo sería eliminarlo. Localizamos su colonia y, con un picotazo, lo
sedamos.
Me toqué de nuevo el
garbanzo de mi nuca.
—Actuaron de noche, por
lo que al comando encargado no le resultó difícil. Una vez estuvo usted a salvo
en nuestras instalaciones, todo nuestro ejército se desplegó por la superficie
de lo que llaman ciudad. Cuando salió
el sol y los primeros miembros de su especie comenzaron a salir de las
colonias, empezamos a someterlos.
—¿A someterlos? —interrumpí
angustiado— ¿Qué quiere decir, Reina Nórvix?
—En pocas palabras —me
dijo—: hemos esclavizado a los humanos.
—¡Imposible! —Reí— Los
humanos tenemos armas muy potentes —presumí—, lo he visto en mi consola.
Todas rieron, incluida
la Reina, y yo dejé de hacerlo. Cuando volvió el silencio, ella continuó.
—Nuestras bajas han
sido mínimas. Le recuerdo que somos una superespecie gracias a usted. No así
las bajas de los humanos. Pero es lo que pasa en las guerras, quizás no lo
sabía. Los que han sobrevivido, trabajan para nosotros. Los que no pueden, se
convierten en nuestro alimento.
Me pellizque de nuevo,
varias veces, quería despertarme ya. Pero no ocurría. Seguía allí.
—¡No, no! —No quería
hacerlo, pero se me puso una especie de pelota en la garganta que me impedía
tragar— Por mi culpa, todo es por mi culpa.
—¡Cálmese! —Me riñó la
Reina— Compórtese como un Dios, un ser todopoderoso. Dentro de un momento
subiremos a la superficie para que mis súbditos y los esclavos puedan venerarle
y tiene que mostrarse sereno.
—¡No soy un Dios! ¡Sólo
soy un niño! —grité y empecé a llorar— ¡Dejad que me marche con mi madre!
La Reina Nórvix se giró
hacia las otras hormigas e hizo un gesto con las antenas a una de ellas.
—Coronel Yukig, por
favor.
—Dios Rubén —me dijo
con tono triste la otra hormiga—, lamento comunicarle que los humanos conocidos como mamá y papá fueron eliminados durante su rescate.
—¡No, no es verdad! —Casi
no me salían las palabras— ¡Mentiroso, mentiroso!
Bajé la escalinata de
un salto y empecé a darle puñetazos en la cabeza. La hormiga ni se inmutó, me
apartó con una de sus patas, como cuando las vacas alejan las moscas con los
movimientos de su cola. Me sentí insignificante. Me tiré al suelo de rodillas,
me tapé la cara con las manos y lloré. Mamá y papá, muertos. Por mi culpa.
—¡Sois idiotas! —No podía
contener la rabia, me limpié las lágrimas y los mocos con el dorso de la mano —
Era mi madre la que me daba los quesitos. ¿Qué vais a hacer ahora que no está?
No podréis seguir comiéndolos —concluí triunfante.
—No sea estúpido —me
increpó la Reina—. Días después de comenzar la ocupación de la superficie nos
hicimos con el mando de la fábrica de quesito.
Su producción está en nuestras manos. Disponemos de todo el que queramos.
—Entonces ya no me
necesitáis —se me ocurrió—, puedo irme.
—¡Ni hablar! —la Reina
me miró con sus grandes ojos llenos de ojos pequeños.
—¡Soy vuestro Dios! —grité
mientras subía a la parte de arriba de la escalinata— ¡Os ordeno que me dejéis
marchar!
De nuevo estalló una
carcajada general en la sala.
—¡He dicho que me voy! —exclamé
indignado.
—No puede irse, no es
libre —la Reina había tenido que apoyarse en la mesa para reponerse de la risa—.
Todos sabemos que, efectivamente, no es un Dios. Pero el pueblo es ignorante,
por eso necesita iconos, algo en lo que creer para no sentirse perdido. A
nosotros nos conviene mantener idiotizada a la plebe para evitar sublevaciones.
Usted es un simple ídolo que mantendremos aquí mientras siga siendo útil.
Una pareja de hormigas
armadas se colocó en cada una de las puertas de la sala.
—¡Yo les contaré la
verdad! —solté.
—No lo haréis —me
prohibió la Reina—. Prácticamente no tendréis contacto con ningún humano. Visto que la sustancia con la
que le dormimos ha acelerado su metabolismo y ha envejecido prematuramente, le
proporcionaremos hembras de su especie para que se aparee con ellas y engendre
hijos entre los que, cuando usted fallezca, elegiremos su sucesor.
—Ellas me ayudarán a
desvelar el secreto.
—Lo dudo —añadió la
Reina con sarcasmo.
***
No sé el tiempo que ha
pasado desde ese día. Creo que años, pero no sé cuántos. No era un sueño,
aunque en lo más profundo de mi ser todavía espero despertarme. Intenté
rebelarme un par de veces, pero me picaban, dormía durante un tiempo y me
despertaba más mayor. Comprendí que así no solucionaba nada. Empezaron a
traerme concubinas. A todas les habían arrancado la lengua y provocado sordera.
Hormigas malditas. Pero con una de ellas conseguí comunicarme. Nos escribíamos
mensajes con los dedos sobre nuestras pieles. Ella me contó que había un
movimiento de resistencia humana.
A partir de ese momento
me mostré dócil y colaborador para ganarme la confianza de la Reina Nórvix y
recabar información útil desde dentro. Los de la resistencia saben que me
tienen retenido a la fuerza y que tienen mi apoyo. Sé que a estas alturas están
muy organizados y que falta poco para que ataquen el cuartel general de la
colonia. Pero yo ya no lo veré. He sentido un nuevo picotazo en la nuca, más
intenso que otras veces. Alguien ha descubierto mi juego, estoy seguro. Y
también estoy seguro de que esto es el fin, me dormiré y ya no me despertaré. O
quizás sí. Quizás me despierte de nuevo en mi habitación. Sí. Entonces lo
primero que haré será decirle a mi madre que no me gustan los quesitos. ¡Mamá,
mamá! ¿Estás ahí?